EL EXTRAÑO CASO DEL HOMBRE QUE NO MIENTE
Creo recordar que fue un cinco de mayo de mil novecientos ochenta y tres cuando supe que había nacido el trece de enero de mil novecientos ochenta y uno. Luego mi pista se difumina un tanto.
A los siete años ya tocaba el piano, violín y violonchelo. Entré a formar parte de la orquesta sinfónica de Viena con apenas diez años, sin exagerar, exagerando a los ocho. Compuse la primera de mis sinfonías a los once añitos. No obstante, mi carrera musical se vio truncada por un inesperado percance: el alcohol. Pisé una botella vacía y me rompí los dedos. Doble fractura interna y una carrera y un futuro perdidos.
Víctima de una despiadada y temprana depresión, emprendo el primero de mis legendarios viajes a América. Mochila, catalejo, astrolabio y brújula en mano, me detienen en la aduana de Barajas, antes de salir, por culpa de la espada y el guacamayo. Me sacan el parche a hostias y me llaman loco. Caigo en una profunda crisis. La vida empezaba a enseñarme algunas diferencias que yo jamás hubiera querido conocer. Me sentía incomprendido, alejado de mi tiempo. Entro entonces en una etapa ontológico vitalista de influencia positivista-barojiana tardía, decimonónica. Empiezo a usar otra vez parche. Me dejo bigote. Le pongo coderas a mi chaqueta. Adquiero una pipa. Redacto la primera obra de mi vasta labor literaria, novelón en siete entregas de quinientas páginas titulado Un charco bajo el agua, obteniendo la valoración unánime del público (nadie la leyó) y algunas críticas favorables por parte de gente de la talla de Jacques Costeau, entre otros. Dirijo la primera película de mi trilogía sobre las ferreterías, La caja de herramientas, con un reparto de lujo encabezado por Ali Cate, Alan Brito y Omar Tillo, film de culto por excelencia en Taiwan. Opto por hacer de mi propia vida una obra de arte. Me hago clochard y me dispongo a suicidarme a orillas del Sena. Pero, contra todo pronóstico, me detienen nuevamente en la aduana del aeropuerto. Me quitan a hostias el gorro, el pañuelo rojo y la botella de vino, entre humillantes risotadas a mandíbula batiente.
Curtido en mil batallas, sin tiempo para depresiones, me doy a la vida fácil: me hago funcionario. Al cabo de un año, pido la baja temporal por ataques de ansiedad. Obviamente la obtengo. Sigo cobrando. Aprovecho para leer las obras completas de Corín Tellado. Corto por lo sano e invierto todo mi dinero en una operación para cambiarme de sexo, convencido de que tal vez como mujer logre alcanzar la felicidad. Se inicia una de las épocas más pasionales de mi vida, la época de mi gran amor.
Conozco a Brad Pitt durante el rodaje de Entrevista con un vampiro, en mi faceta de fotógrafa para Cahiers du Cinemà. Asimismo, tuve la oportunidad de conocer a Johnny Depp en un cocktail privado que organizó la firma Versace, para la cual estuve trabajando un tiempo en calidad de modelo. Sin embargo, contraigo matrimonio con Anselmo Cabrera Villalbarbás, dueño hereditario y único camarero del Bar Anselmo, situado en Villa Pálida, una pequeña aldea cerca de Palencia. Su desaforada pasión por el fútbol, su testa brillante surcada por un fino mechón de pelo engominado, su aliento y su palillo me sedujeron para siempre. Contaba ya con veintidós años y empezaba a sentar la cabeza. Lo último que recuerdo es que, nuevamente, el alcohol se interpuso en mi camino. Fue en el banquete de boda, en el bar, efectivamente, al tropezar con una enorme caja de cervezas.
Sentado/a en la cama, con esta camisa y este magnetófono, apenas puedo pensar, no digamos ya hacer memoria, pero no me rindo: escribiendo con la boca, yo y mi bolígrafo viajaremos incansablemente por los derroteros de mi abrupta existencia. Es mentira que sólo diga una verdad para, inmediatamente después, decir que era mentira. Por cierto, antes lo dije mal, fue un treinta de febrero de mil novecientos sesenta y ocho cuando me enteré de que había nacido el trece de enero de mil novecientos ochenta y uno.
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