La historia empieza con la rosa recién abierta. Hace sol y
acaba de nacer en un vivero astroso, en Getafe, pero en realidad su origen
viene de más lejos. De un esqueje holandés, concretamente. Esqueje que voló de
Holanda a España en un avión con motores de hélice. Durante el vuelo, además,
el piloto repitió absurdamente la primera declinación latina, tomando como
sustantivo rosa, Rosa Rosae,
Rosa Rosae, Rosam Rosas... Una
y otra vez, como una maldición. Luego plantaron el esqueje unos cuantos hombres
de uñas negras como la tierra. Y, por cierto, se quejaron del clima, del sueldo
y de la defensa Real Madrid, todo enlazado en una sola desgracia universal. Al
poco echó raíces y ganó tamaño. Y escapó a dos plagas de pulgones. Pero nada de
eso importa. La historia empieza cuando nace la rosa, en un vivero astroso de
Getafe. Su corola es plena y roja y sus espinas afiladas. Alguien se acerca, la
corta por el tallo y la vende al por mayor.
La compra una familia de etnia gitana. Se encarga del transporte un tal Camilo
que, dicho sea de paso, no tiene carnet y no la transporta directamente a su
destino sino que conduce al son de la Húngara hasta un descampado, allí se apea
de la furgoneta, una Nissan de cuarta mano, y charla animadamente con otro tal
Amador. Fuman, comen pipas, se echan unas risas. Y luego sí, llega a su
destino, horas después, al poblado de las Mimbreras. El patriarca le recibe con
una bronca terrible desde su mecedora. Y ordena al tal Camilo que deje abierta
la puerta de la furgoneta, “para que la noche entre en las flores”, según sus
propias palabras.
Al día siguiente la rosa pasa a
manos de un chino llamado Guang Ki, bautizado Joaquín en el barrio. Se hace la
transacción en marcha, en una callejuela de Lavapiés. Acuerdan el precio en un
castellano indescifrable. Crean un atasco importante en la calle Amparo. Luego
el chino lleva la rosa a su tienda-restaurante-almacén-casa y la pone en
remojo. Le corta las espinas, la envuelve en plástico, le ata un lazo cursi. El
hijo del chino, que también llama a su padre Joaquín, se acerca a olisquearla
un par de veces.
Allí pasa una semana apilada junto
a flores artificiales.
Entonces aparece Polash, bengalí
sin papeles, con bigote, sandalias y pantalones de pinzas. Llega, saca unos
billetes arrugados del bolsillo y adquiere la rosa en un pack junto a algunos
cachivaches con lucecitas. El hijo del chino observa la escena y hace de
intérprete. Su padre mueve la cabeza de arriba abajo, Polash de un lado al
otro. Permutan en cierto momento, el chino Joaquín hacia los lados, Polash de
arriba abajo.
Esa misma noche Polash entra
sonriente a un bar y ofrece sus productos, las rosas, los cachivaches con
lucecitas. Le reclaman un grupo de jóvenes. Llevan gomina y camisas de botones.
Se prueban las gafas luminosas varias veces. Intentan robarle un mechero.
Regatean durante diez minutos el precio de unos anillos, en fin, lo único que
quieren es reírse. Polash sale de ese bar, entra en el siguiente. Ofrece rosas
a unas cuantas parejas. Lo hace siempre al hombre, nunca a la mujer. Alguien se
ruboriza de vez en cuando pero no le compran nada. Ya en la calle, Polash
saluda a un compatriota que vende cervezas. Hablan de dinero, de familia, de
locutorios, de alquileres, de la frutería de un amigo común. Y mientras, Polash
observa la velocidad vertiginosa con que se venden las cervezas. Pone cara de
tristeza, piensa que las rosas son un mal negocio pero no se desanima y sigue
su ronda. El resto de la noche es una exploración improvisada. Por
ejemplo, Polash vende cachivaches a un grupo en despedida de soltero (la novia
lleva dos cubatas en la mano y un pene en la cabeza). O Polash intercede en una
bronca y termina con un ojo hinchado. O la poli le registra buscando hachís.
Aquí más vale darle paso a lo real: el viaje de esa noche está en el núcleo de
la historia y antes de acotarlo conviene su expansión. Fluye así el desfile de
monstruos nocturnos como un solo instrumental: tercos borrachines, guapas
altivas y parcos porteros, amores y bailes estúpidos y solitarios compartiendo
soledades, en fin, cualquier cosa que desprenda ese tufo inquietante que tiene
la verdad. Amanece y Polash respira hondo (ahora sí parece desanimado),
cierra los ojos como esperando abrirlos en otro lugar. Pero no. Le saca del
trance un joven modernillo que le compra la rosa por un euro.
El joven modernillo toma asiento en
un banco de la plaza. Termina su cerveza de un trago, intenta leer el periódico
y se marea. Aún está borracho. Se echa una cabezada corta e involuntaria,
despierta como un resorte. Camina con paso decidido durante un buen rato, se
detiene frente a una casa, aprieta el timbre. Tardan en responder, ¿Qué
quieres?, dice una voz femenina. Y el joven modernillo se lanza a cantar
imitando al Camarón, Rosa
María, Rosa María, si tú me quisieras qué feliz sería… Se abre la puerta. Dejan la rosa y el
periódico en la mesilla y hacen el amor dos veces casi seguidas. Duermen
abrazados, se prometen unas cuantas cosas. Comen pizza, ven una peli española
bastante mala. El joven modernillo se marcha y Rosa María cuelga la rosa en la
pared de su cuarto, boca abajo, con una chincheta.
Durante un tiempo, la historia de
la rosa es también la historia de ese cuarto.
El modernillo regresa unas cuantas
veces más. Una tarde bailan en pelotas y hablan del futuro, otra se hacen
cosquillas, leen y comen tarrinas de helado. En algún momento, sin embargo,
ambos miran la rosa y la diferencia resulta evidente y esclarecedora: el
modernillo ve una simple flor disecada, Rosa María un símbolo de lo que siente
y, en definitiva, uno ve una cuenta atrás y la otra un inicio de algo hermoso.
Poco a poco se espacian las visitas del modernillo. Finalmente desaparece. Rosa
María se tumba en la cama y llora tardes enteras.
La rosa se marchita lenta pero
inexorablemente. Apenas da olor ya, sus pétalos son casi marrones. Rosa María,
por otro lado, miente sobre su procedencia en dos ocasiones: primero a un
amante ocasional, y después a su nuevo novio, un tal Francisco. El día que se
muda a la casa del tal Francisco, Rosa María le quita la chincheta, la mira un
buen rato viendo en ella algo imposible y la guarda como recuerdo en una caja
de zapatos.
Allí pasa cinco años encerrada.
La descubre un vagabundo místico
hurgando en la basura (basura tirada por Francisco cuando Rosa María le dejó,
pero en fin, eso tampoco importa). El vagabundo la recoge musitando una canción
de Mecano, Que una rosa es una
rosa, y entonces la rosa en cuestión se deshace entre sus manos en un
polvillo triste e insignificante… El vagabundo pone cara de entender algo
esencial y no se le ocurre otra cosa mejor que hacer que “esparcir aquella
sustancia poética en el parque del Retiro”, según sus propias palabras. Luego
se lo cuenta todo a un escritor, y le pide también unos céntimos para el
autobús, el muy místico, pero nada de eso importa, insisto. La historia acaba
ahí, con las cenizas de la rosa esparcidas en la tierra.
6 comentarios:
Los huesos putrefactos de la rosa alimentan la tierra y crean nueva vida. Una historia interminable...
Una historia diferente para cada rosa. Una vida diferente. Personas diferentes y en esencia tan iguales.
Mr. Montelongo, eres muy bueno. Hay una película española con un mechero como eje argumental. No la he visto. Era, creo, de un tal Anton Breixa (puede ser?). Gracias por soltar pétalos de rosa por la web.
Me ha gustado mucho tu relato, sencillo, bello,escrito con mucha sensibilidad y dejando entrever la importancia de lo efímero y lo efímero de lo que consideramos importante...
montelongo vos salis en teledoce ??? jajajajaj
La historia de la rosa aquí en el Perú, tiene un origen muy bello y particular,escrito en un Libro de la Doctrina Católica y está relacionada con nuestra Santa Limeña: Santa Rosa de Lima.
Fué ella misma quien cultivó las primeras rosas en su jardín, y que su padre le había traído un día, sin pensar luego que florecerían por doquier, adornando las áreas verdes y llevando un mensaje de paz y bondad, a todos los que la seguían cultivando.
Es la verdadera historia que conocemos todos los peruanos.
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