Vivimos casi dos
años juntos en un piso de techos altos en Malasaña y el recuerdo que tengo de
aquella convivencia es parecido al retrato del artista que hizo Víctor Erice en
El Sol del Membrillo. Yo diría que
estaba de mudanza desde que llegué, paquetes de libros como ladrillos por todas
partes, acuses de recibo en el buzón, complicadas planificaciones en el
calendario. Un incesante traslado de cosas entre Madrid, Tenerife y Berlín. Se
le veía poco por las zonas comunes del piso. Pasaba largas temporadas en su
cuarto, unas veces con su pareja, otras veces solo. Diariamente tocaban a la
puerta mensajeros con exóticas comidas de los lugares más recónditos del
planeta. Comida libanesa, comida peruana, comida vietnamita, cosas así.
Aquellos hombres con casco preguntaban por él y entonces su figura enjuta en
calzoncillos salía de su retiro para formalizar la transacción. Cada mes
aproximadamente (cada primeros de mes, sospechosamente) desaparecía durante
tres o cuatro días, fabulosas juergas de las que apenas hablaba a su regreso,
llamadas de su pareja demandando pistas. Aparecía como si nada, y con él de
nuevo aquel flujo incesante de emisarios gastronómicos de latitudes ignotas,
comida bengalí, comida hawaiana, comida nicaragüense. En realidad, solo vi a CA un par de veces pintando. Por las mañanas, también en calzoncillos, se tomaba
un café mirando al lienzo muy concentrado y fumaba. Luego daba unas cuantas
pinceladas geniales y regresaba a su guarida. Así fueron pasando los días y con
ellos los meses y así hasta que por fin su mudanza perpetua cambió de lugar.
1 comentario:
Yo también guardo recuerdos maravillosos de la convivencia con un artista. Esas vidas que son arte en sí.
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