Cuando lo vi por primera vez en el Paseo de
la Bonanova, a la altura de Mandri, lo reconocí al instante. Llevaba
gabardina, sombrero y bastón decimonónico, su estampa avanzando
sobre las aceras otoñales de la ciudad condal era ya pura
literatura. Al cruzarnos distinguí su rostro amable y eminente nada
más verle: era Jorge Hache, el editor.
El
señor Hache no es un editor cualquiera. Fundador y director de
Acertijo,
el sello de Guy Debord, Kapuscinski y Vila-Matas, entre otros,
descubridor de Roberto Bolaño, su nombre le hace justicia al premio
de novela más prestigioso de la lengua castellana, el Premio Hache.
Medio siglo publicando a los mejores escritores de su época, Hache
es una leyenda viviente de la historia de las letras en español,
varias generaciones hemos crecido al amparo de su criterio.
Pasó por mi lado sin prestarme la más
mínima atención, como era de prever.
La siguiente vez que lo vi fue en el Paseo
de la Bonanova, una vez más, pero ya un poco más cerca de Anglí, a
la altura de Escolas Pías. Tampoco me pasó desapercibida su figura
entonces (habían transcurrido tan solo un par de semanas desde aquel
primer encuentro), con la misma gabardina y el mismo bastón, aunque
sin el sombrero, me pareció más alto y desgarbado y, sobre aquella
primera impresión mítica, se superpuso esta vez la de un apacible
octogenario paseando por su barrio.
La literatura no es como el cine o el rock
and roll, la literatura no tiene rostro. Eso me diría Hache, más
adelante, ufano de su anonimato habitual.
El tercer, el cuarto y el quinto encuentro
me dieron las pistas definitivas sobre su recorrido. Lo vi en Major
de Sarrià, en Carrasco i Formiguera, en Via Augusta. Iba siempre
solo, y siempre con su bastón. Avanzaba muy lento y señorial por
las aceras ya invernales de Barcelona y ni una sola vez me dirigió
su mirada.
Por entonces yo acababa de terminar mi
novela Respiracionistas y buscaba alguna editorial para publicarla. Desde luego, barajaba
algo más asequible. No me había planteado Acertijo,
ni el Premio Hache, ni nada por el estilo. Mi objetivo era bastante
más modesto, editoriales pequeñas, de provincias, subvenciones con
tiradas de unas cuantas centenas, tal vez la autoedición (tenía
algunos ahorros, llegado el caso). Pero la vida a veces te lleva
cerca de los sueños y la imaginación de las almas sensibles llega a
cotas insondables en esos casos: en aquel hombre mayor que pasaba
desapercibido como uno más de ese barrio burgués de la alta
Barcelona (“la literatura no tiene rostro...”) descansaba la
potestad de cambiar mi suerte. Y así fue como entré en una espiral
ingenua de ilusiones. Imaginaba mi éxito, y le di formas variadas,
me dejé seducir por augurios a partir de la casualidad, albergaba
esperanza, justicia, redención. Pensaba que podía llegar mi
momento, por muy endeble que fuera esa probabilidad: existía, era
él, Jorge Hache.
Realicé varias tentativas de delimitar su
recorrido conforme a los sitios donde lo había visto pasear. Marqué
los puntos en un mapa. El señor Hache bajaba a menudo por Anglí,
era justo en esa calle donde confluían nuestros encuentros. Y era en
esa calle también donde estaba mi trabajo. Debía de vivir cerca de
allí.
Fue una jornada primaveral en que iba yo
absorto dándole vueltas a ciertos problemas laborales, subiendo
Anglí, cuando de pronto lo vi en el salón de su propia casa: ahí
estaba Jorge Hache, el fundador de Acertijo,
el editor de mi ídolo Bolaño, leyendo el periódico. Llevaba una
bata color caoba y leía a la luz de una lámpara enorme que
gobernaba la estancia. Recuerdo que me llamó poderosamente la
atención la austeridad de su salón, sin cuadros ni libros, la
estampa gélida de aquel hombre vetusto que tanto talento literario
habría manejado, enfrascado en las usuales vicisitudes de un diario.
Como una pintura de Hopper, o un relato de Raymond Carver. Las
ventanas enrejadas de su mansión modernista daban a la misma calle
Anglí, a dos números de mi trabajo. Con razón me lo cruzaba tan a
menudo.
Mis ambiciones más insensatas se
dispararon entonces y creyeron ver alguna clase de señal.
Pasé los siguientes días instalado en una
duda que más que duda fue asimilación de coraje para ejecutar una
decisión que ya había tomado. Una mañana cualquiera, de camino al
trabajo, le dejé en su buzón el manuscrito de Respiracionistas,
con mis datos de contacto, y con la siguiente nota pegada en un post
it:
Estimado señor Hache:
creo en el destino
creo en el realvisceralismo
creo en mi novela,
quedo a la espera de noticias,
atte., el Autor
Los días posteriores fueron de
remordimiento. Se apoderó de mí una casta conciencia de civismo y
respeto y de pronto me pareció absurda mi iniciativa, mis
pretensiones, mi historia. Acosar a un señor mayor en su propio
domicilio, meterle en su buzón un ladrillo de trescientas páginas
con la esperanza descabellada de que las leyera y de que, además,
viera en ellas algo digno de contactar conmigo (alguien que, en su
momento, habría leído los manuscritos de Los
detectives salvajes, de Bartelby
y compañía, de La
guerra del fútbol). ¿Cómo se
tomaría tamaña falta de consideración? Estaría acostumbrado a
esta clase de excentricidades, me tranquilizaba, por parte de
innumerables escritores alucinados que le quisieran hacer llegar sus
manuscritos, eso seguro, pero ¿en su propia casa, sin conocerle de
nada, en su buzón? Desgraciadamente, encima, y a pesar de lo escrito
en mi nota del post it,
yo empezaba ya por esas fechas a dudar de la calidad de mi propia
obra, a tenor de los rechazos en esas editoriales de poca monta....
¿Y si se pusiera en contacto conmigo, pero a través de sus
abogados, para ponerme una denuncia? “Creo en el derecho civil,
creo en la intimidad, creo en mis abogados”, podría contestarme,
pero era inconcebible, en realidad, porque Hache debiera ser un
hombre tolerante, dada su trayectoria, estaría acostumbrado a
aventuras mucho más abyectas. De modo que, tras mucho divagar,
llegué a la conclusión de que mi Respiracionistas sería recogido por alguien de su servicio y, o bien iría directo a
la basura, o bien, en el mejor de los casos, pasaría a engrosar la
pila interminable de originales inéditos de algún desván con
telarañas.
No supe nada de Hache en un buen tiempo. Me
cambiaron el horario de trabajo y supuse que eso habría hecho que no
coincidiéramos en sus paseos. Era mejor así.
Poco después, cuando ya mi búsqueda
infructuosa para buscarle un editor a Respiracionistas empezaba a ser exasperante y me veía abocado a la autoedición, la
desesperación y la rabia por intuir lo inevitable (que tal vez mi
novela no fuera para tanto) me hicieron regresar a la única
esperanza disparatada que me quedaba: abordar a Jorge Hache por la
calle. Lo detendría la próxima vez que me lo cruzara, forzaría que
me mirara, confesaría que era yo quien le había dejado el
manuscrito en su buzón. Le pediría disculpas de la mejor manera
posible y esperaría que jugara a mi favor tanto descaro... Rogaría
una lectura y una opinión, fuera la que fuera... Era una táctica
suicida, no me vi con fuerzas. Desistí. Borré de mi cabeza esta
historia, estos encuentros, me propuse dejarlo correr.
Pero la historia continuaba sola y vino
directa hacia mí.
Tocaron al timbre: era él,
Jorge Hache, con su bastón y su cara de lúcida mansedumbre. ¿Cómo sabe que soy yo, y que estaba aquí?
¡Imposible! Fue lo primero que pensé.
Ahí estaba Hache, en calidad
de cliente.
No mencionaré el motivo
de su visita. El mero hecho de aludir a una persona concreta como
paciente de una terapia ya viola no solo códigos éticos de la
profesión sino que puede ser constitutivo de delito. Justifico
seguir adelante con esta narración y dar cuenta de ciertos mínimos
detalles, en cualquier caso, con la certeza de haber sido autorizado
por el propio Hache. Los cotilleos personales y las polémicas
ignominiosas quedan fuera de la realidad que pretendo rememorar (y
que, por otro lado, se trata de una realidad bastante común): el
señor Hache realizó un tratamiento sin grandes complicaciones y
obtuvo mejoras razonables sobre su problemática en un tiempo
relativamente corto. Eso es todo cuanto nos interesa: que Jorge Hache
hizo un tratamiento en mi Centro, que yo fui su terapeuta.
Naturalmente, durante aquellas sesiones
semanales en que el señor Hache me desglosaba sus cuitas y sus
preocupaciones, sus heridas y sus deseos más profundos, yo no podía
dejar de pensar en quién tenía en frente, en mi despacho, a pesar
de toda mi experiencia laboral: era Jorge Hache, el editor más
reputado de la lengua española. Mientras aquel paciente frágil y
noble se apoyaba en mí y me confiaba sus secretos y sus traumas, yo,
lamentablemente, mezquinamente, no podía dejar de pensar en lo cerca
que estaba de mis sueños más lozanos. No era nada profesional mi
actitud, desde luego, pero me esforzaba en aparentar entereza y
atención y por momentos conseguí superarme, logré hacerle de
espejo cóncavo o convexo, según conveniencia, para que él mismo
llegara a desentrañar sus propias trampas (y decidiera lo que hacer
con ellas). Hice lo mejor que pude mi trabajo, en suma, y salió
bastante bien. Y además diría que, salvando esos abismos
insalvables de la sana relación terapéutica, hicimos buenas migas,
o, como se dice en el argot, buen vínculo.
No negaré que en ocasiones yo procuraba
llevar nuestro divagar a la recepción de manuscritos, a las locuras
que los escritores desesperados eran (éramos) capaces de arriesgar
en su persona, pero Jorge Hache, magnánimo con estos temas, y con
otros, lo minimizaba, apenas sí le daba importancia. Es más, le
azoraba enumerarlos. Y entonces, a medida que Hache iba mejorando y
acercándose a sus objetivos, a medida que sesión a sesión íbamos
comprobando cómo ese malestar que le había traído hasta mí en
calidad de psicólogo iba remitiendo, consiguientemente, iba
aflorando su buen humor y su distensión, y entonces sí, entonces me
hablaba de forma tangencial de tratos con grandes autores, de
anécdotas con grandes próceres de la política y el arte, de las
condecoraciones que últimamente no paraban de otorgarle
instituciones y particulares (y que a él en cierta medida le
apenaban por prefigurar su ocaso), de su preciado anonimato (y allí
fue cuando me dijo lo de, la Literatura no es como el cine o el rock
and roll, la literatura no tiene rostro)... Y, paralelo a ese cambio
sustancial en Hache, fruto de la terapia, yo notaba que otro cambio
mudo iba produciéndose en mí, una suerte de vaciado indoloro, de
amputación de motores de angustia, de ilusiones vanas, de promesas
demenciales, una sensación inexplicable, mezcla de alivio y oquedad.
Seis meses después del inicio de su
tratamiento le di el alta a Jorge Hache. Acordamos unas breves pautas
de autocuidado y prevención, estrechamos nuestras manos en mi
despacho. Y ahí fue cuando dijo, Estoy muy agradecido, de verdad, si
hay algo que pueda hacer por ti...
Si hay algo que pueda hacer por ti... ésas
fueron sus palabras exactas.
Reviví en ese momento todos y cada uno de
los libros leídos y las historias imaginadas de mi existencia en un
Aleph indescriptible. El tiempo se detuvo. Fue un clímax literario,
si es que eso en verdad existe. Dudé, pero no dije nada. Me limité
a afirmar con la cabeza, y Jorge Hache se marchó. Me quedé solo en
mi despacho, mirando a la pared un buen rato, como otra pintura de
Hopper, como un relato de Raymond Carver.
Al poco autoedité Respiracionistas.
Me gasté mis ahorros en una edición bastante mejorable con erratas,
tapa blanda y cola mal dispuesta. Una tirada de doscientos
ejemplares, los repartí entre familiares, amigos y conocidos. Vendí
unos cuantos en una presentación en un café literario. A mucha
gente le gustó, o eso me dijeron. El grueso de la edición lo tengo
aún en casa, regalo un ejemplar a las visitas. Y así quedaron
disueltos mis afanes, poco más: el humo de un incendio que se
desvanece en vertical.
Y así fue como vi pasar a la fortuna por
mi vida, así llegué hasta donde estoy.
La última vez que lo vi fue en el Fornet,
una franquicia panadera ubicada en Sarrià (cerca de mi trabajo,
cerca de su casa). Me saludó él, por supuesto (por ética
profesional yo no podría hacerlo), y me pidió que me sentara a su
lado encarecidamente. Su mítico bastón descansaba en el paragüero
y Hache tomaba una infusión, se ofreció a invitarme a lo que
quisiera. Yo iba con prisa de modo que no podía aceptar. Le pregunté
brevemente cómo le iban las cosas, dijo que bien, reiteró su
agradecimiento, hacia mí, hacia el Centro, y luego nos dijimos ambos
que estábamos contentos de habernos visto. Se hizo un silencio muy
largo. Nos quedamos atascados en esa despedida, tanto Hache como yo,
y fue entonces cuando dije, por fin, Le voy a contar una cosa que no
sé si se la debería de contar... Usted probablemente no se
acordará, pero hace casi un año que yo, antes de conocerle
personalmente, de que viniera a nuestro Centro, le dejé una novela
mía en su buzón... Jorge Hache enarcó las cejas, se encogió de hombros, extendió
la palma de sus manos, todo a la vez, en un gesto de disculpa, de
cortesía, de clemencia y de anhelo de comprensión, como si
intentara de nuevo aferrarse a aquel vínculo roto ya definitivamente
entre nosotros. Me autorizó a escribir esta
historia. Nos estrechamos las manos, nos despedimos. Era mejor
así.
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