Anoche soñé con persistencia que viajaba por el espacio a bordo de un piso de ochenta y cinco metros cuadrados, alejándome de la Tierra, dejando atrás un rastro de energía que iba haciéndose cada vez más débil, y sobre la inmensidad de un horizonte que era vertical y punzante como la flecha del tiempo se esbozaba la imagen insondable de mi hijo, su rostro feliz, proyectado en el infinito, como en 2001, y yo con rumbo fijo, hacia la nada más radical, perdiendo calor, el frío de las estrellas, el frío del Sol, el frío de la materia definitiva bajo la muerte térmica del Universo: que no podemos ganar (uno), que vamos a perder (dos). Y entonces desperté. Y los demás dormían. El amor de nuestros remolinos se alzaba victorioso en el fragor de todo ese caos en expansión...
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