Es la única persona
de España que no lo sabe.
No tiene ni la menor idea.
Un agudo periodista,
cazador de reportajes, logra dar con él. Busca esa noticia a posta, Debe haber
alguien que no lo sepa en este país, piensa, y recorre los lugares más
deshabitados de la península, hasta que por fin le encuentra.
El reportaje es un
éxito. El hombre que no sabe del COVID-19. “Cuando menciono COVID, el
señor cree que hablo de la mascota de Barcelona 92”, escribe el periodista. Y
se hace famoso, el señor. Su rostro de paleto bonachón que sabe cosas
insondables, cosas realmente importantes, se convierte en icono de la
actualidad: es el origen, es la pureza extraviada. Su figura despierta un
afecto desmedido. Sale en la portada de las revistas dominicales de mayor tirada, lo invitan a platós de televisión, le hacen un canal de youtube
con entrevistas profusas para oírle hablar de tractores, de política, de dietética vegana. Su familia retoma el contacto perdido, sus nietos van a visitarle y se
sacan selfies con él.
El éxito de la
ignorancia.
Pero con la fama van surgiendo
también algunos detalles confusos que enturbian la semblanza… vecinos de fincas
aledañas que refieren haberle visitado con mascarilla, un primo lejano suyo que
recuerda haber hablado con él en un entierro y haber sacado el tema del virus
como un lugar común… Algunos lapsus le delatan, incluso. De modo que parece
ser que sí que lo sabía, a tenor de las evidencias, pero que no quería saberlo.
Y no es lo mismo.
Su popularidad
decrece, en cualquier caso, con la inexorable superposición de novedades de la sociedad
del espectáculo. Llega la vacuna del COVID-19. Su historia pierde interés, se
diluye, desaparece de los focos.
La retoma un escritor
de novelas psicológico-realistas fascinado no ya por su ignorancia sino por su
terca simpleza: un señor que se niega a saber. El señor en cuestión es hábil argumentando
sus evitaciones, tiene carisma y habla de las bondades de la vida del campo, y es
capaz de controlar y dirigir su discurso (y hasta sus emociones) de manera
férrea pero a la vez tierna y entrañable. Jamás menciona la pandemia, como si
no existiese. No es un negacionista al uso, no entra jamás en el debate de si
el COVID-19 existe o no, si proviene de un murciélago o de una perversa
conspiración, por la sencilla razón de que lo niega todo o más exacto sería
decir que lo elude, hasta el propio debate. No quiere saber del tema y, a
fuerza de no querer, no sabe. Y ese mecanismo de defensa suyo, al
parecer, a poco que escarba el escritor, lleva instaurado en el señor desde
siempre (su familia refiere episodios similares pero ya incómodos, menos entrañables,
elipsis oscuras como nubarrones agresivos de vacío y oscuridad: historias de herencias,
hijos bastardos y retiradas solemnes de palabra…).
El hombre que no
quería saber. La novela es un éxito rotundo de crítica y lectores
(sobre todo de crítica), a pesar de la incomodidad de su trasfondo. El señor vuelve
al candelero, regresa a la fama pero a una fama distinta, menos popular y más profunda,
menos agradable también de llevar a cuestas: más controvertido, menos mainstream.
Lo conocen menos personas pero los pocos que lo conocen, a través del libro, lo
conocen mucho más. Y les cae mal, a sus nietos y familiares, se avergüenzan de él
(salvo un sobrino, pretencioso y cultivado en artes, que se ufana del
parentesco ante sus amigos culturetillas). Abandona la realidad y se convierte definitivamente
en un personaje de ficción.
Nadie le visita.
Pasa el tiempo, inexorablemente,
cae en el más profundo olvido. La pandemia ya es parte del pasado, resurge la
economía. Y el señor abandona sus gallinas, sus vacas, sus coliflores. Se niega
a vacunarse. Frecuenta lugares concurridos, bares, iglesias, manifestaciones,
aspira con todas sus fuerzas el aire compartido. Rastrea toses, se va de putas cada
día. Las besa con lengua, apasionadamente, nostálgicamente, como un enamorado: busca contagiarse.
Y lo consigue: contrae el COVID-19.
El señor se muere.
En su esquela del
periódico local, su sobrino (el pedante), o tal vez un reportero anónimo e
inspirado, escribe: “Un creador de verdades: trazó su
camino propio con estilo y se llevó sus enigmas al más allá. Descanse en paz”.
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