martes, 11 de diciembre de 2018

LA GRAN ETAPA DEL TENIENTE UGRUMOV


Conservo pocos recuerdos de la caída de la URSS. Mi generación, la primera nacida con la democracia española plenamente instaurada, creció bajo contadas imágenes de aquel imperio desmesurado (esculturas cayendo, celebraciones en un muro, tanques en la ciudad). Yo era pequeño entonces y las nociones que era capaz de asimilar eran vagas y ahora encima difuminadas con el tiempo, como puede suponerse. La sensación que me queda, eso sí, es la de una profunda contradicción: se trataba de una debacle, indudablemente, pero una debacle instructiva. Había sido un experimento fallido, un gigantesco error, y era lógico celebrar su final.
         De sólo unos años más tarde (aún siendo un niño imberbe) data el recuerdo que me dispongo a abordar, el único verdaderamente sustancial que tengo sobre la URSS. Una jornada plácida y veraniega, mis padres dormitando la siesta con la tele encendida. El pelotón avanzaba como una oruga de colores a través de la campiña francesa. Tres puertos especiales de montaña, doscientos cincuenta kilómetros de recorrido, la general a punto de ebullición. Coches, motos, helicópteros, cámaras y una multitud expectante siguiendo cada gesto de los ciclistas. Cientos de corredores de distintos países a punto de lanzarse a una paliza descomunal: la etapa reina del Tour de Francia.
          El último recuerdo de mi infancia, aquella etapa ciclista.
     Los atletas marchaban distraídos dándose palmadas, sonriendo a los fotógrafos, haciéndose apuestas y bromas. La cámara le enfocó y allí estaba él, Piotr Ugrumov, con el semblante concentrado en el tubular de su bicicleta, con sus gafas oscuras, aerodinámicas, se abría paso a través de un lateral, avanzando puestos, esquivando a las motos, pegando el demarraje a la salida de una rotonda. Ugrumov se escapaba solo y la etapa acababa de comenzar. Según los comentaristas, se trataba de una auténtica locura.
         Aprovecharon para hablar de él, explicaron su historia.
        Ugrumov era teniente de la extinta URSS y mantenía su hueco silencioso en el pelotón internacional con casi cuarenta años de edad. Pasados habían quedado ya sus mejores logros poniendo en apuros al mismísimo Indurain, así como sus gestas en el Giro, subiendo el Mortirolo, además de cierta crono que venciera en Milán. El teniente Piotr Ugrumov jamás había ganado una gran vuelta pero había protagonizado algunas páginas célebres del ciclismo reciente. Era un hombre respetado, por sus victorias y sus habilidades pero, sobre todo, por su fuerza austera y su carácter grave y honesto, marcial. Nacido en Letonia, había sido condecorado en su juventud como teniente de la URSS, siendo un profesional camuflado de amateur, producto del riguroso sistema socialista de promoción del deporte. Había sido miembro del ejército soviético, en definitiva, y le habían ascendido. Entrenado en la más alta exigencia, disciplina y sacrificio de una superpotencia desaparecida, ahora era una especie de dinosaurio, el producto de una época irreversiblemente sentenciada. En el momento de aquella escapada, aquella tarde calurosa de mi recuerdo, Ugrumov era tratado con el respeto que se trata a los tiempos obsoletos. Según los comentaristas, hacía unas cuantas temporadas que tenía que haberse retirado.
       Por alguna razón, el teniente Piotr Ugrumov se propuso recorrer aquella etapa en solitario.
        Su jefe de equipo iba tras él en el coche y lo vigilaba atentamente. Su pedaleo era rotundo y la postura perfecta, su cuerpo no se movía ni un milímetro, sus piernas describían poderosos círculos. Las gafas oscuras apuntaban al horizonte. Los kilómetros iban pasando y aquella aventura suicida auguraba un trágico final. Nadie sabía muy bien qué pretendía, ni los comentaristas, ni los miembros del pelotón, ni los propios miembros de su equipo (¿hacer de puente a otra escapada?, ¿conseguir puntos para el maillot de la montaña?, ¿publicitarse, dar que hablar, ganarse otro contrato?). Si lo sabía él mismo aún hoy es un misterio para mí.
         Atrás, el ritmo del pelotón era tranquilo, sosegado, nadie se atrevía a acelerar para no agotar energías que harían falta en el futuro. Se estudiaban unos a otros, se perfilaban estrategias, se planificaban apoyos y escalas a rueda. Nadie tenía en cuenta para nada a Ugrumov, todos daban por hecho que caería por su propio peso. En esos mismos instantes, el teniente comenzaba a subir el primer puerto especial de montaña. Lo subió casi entero de pie, con un vigor portentoso, balanceando la bicicleta con todo su peso, dejando inmóvil la tija de la dirección. Era bonito verle subir de aquella manera. Coronó casi a la vez que el pelotón iniciaba la subida. Cuando volvieron a dar referencias, el teniente Ugrumov les sacaba veinte minutos.
         Nadie daba crédito a la cifra, la repitieron varias veces hasta que por fin corrió como la pólvora encendida entre corredores, jefes de equipo y prensa. Veinte minutos era algo insólito, muchísimo. A la indolencia del pelotón se había sumado la fuerza perdurable del teniente letón. Y aún así, sus perseguidores seguían mostrándose cautos, con un ritmo constante y dosificador, dándose relevos especulativos. El esfuerzo de unos podía ayudar indirectamente a otros, de modo que nadie quería empezar a tirar primero. Ugrumov, por supuesto, seguía adelante haciendo su carrera como si fuera una cronoescalada, a todo trapo subía el segundo puerto especial de montaña sin dejarse un ápice para el porvenir, apenas sí escuchaba las indicaciones de su equipo desde el coche que le animaban a ser precavido y guardarse algo para el último puerto, que era el más duro. Los comentaristas ya le notaban cansado y con menor cadencia y, efectivamente, cuando dieron nuevas referencias la distancia con respecto a sus perseguidores había empezado a menguar, quince minutos. Coronó ese segundo puerto destrozado.
          Durante el descenso tomó algunos alimentos que le hicieron llegar desde el coche de equipo. Le vi meterse un periódico bajo el maillot para combatir el frío. Las cámaras buscaban sus ojos en vano, seguía con las gafas oscuras bien ajustadas a las sienes. Las opiniones de los comentaristas habían cambiado, seguían tildándolo de ingenuo pero ahora con matiz admirativo, halagador, y conjeturaban cuándo se le cazaría. Por primera vez escuché a uno de ellos decir, ¿Y si no le cazan?
          Y mientras, el teniente Ugrumov seguía ahí, comiendo kilómetros en solitario.
          La distancia había bajado a diez minutos, los líderes de equipo movieron posiciones y ordenaron a sus gregarios tirar del pelotón. Quedaban menos de treinta kilómetros para la meta y se jugaban el Tour de Francia, era el momento de la verdad.
           La distancia se acortaba implacablemente, había empezado la caza, iban a por él.
       El teniente Piotr Ugrumov, en la soledad de sus pedaladas sufrientes, comenzó a escalar el último puerto con el rostro desfigurado por el esfuerzo. Cada curva era un mundo, cada impulso una tortura. Desde el público le tiraban agua y le gritaban ánimos. Ugrumov avanzaba con una lentitud agónica, atravesando la marea de gente con sus banderas que se abrían al paso de los cláxones de los coches de la organización. Tenía la cara más parecida a la muerte que se pueda concebir y los ojos escondidos en aquellas gafas estilizadas tan de su época. En el asfalto pude leer escritos con tiza los nombres de otros ilustres ciclistas, Hinault, Coppi, Anquetil, Mercx... Entonces, recuerdo imaginar un cronómetro como una guadaña del destino. Recuerdo imaginar, en aquella sobremesa de mi niñez, un reloj midiendo la vida de aquel hombre, sus relaciones, su dinero, su estatus, el valor de sí mismo, su valor como hombre. De aquel ciclista que yo veía en la pantalla del televisor, a punto de desfallecer, emanaba una paradoja esencial: lo inexorable, por un lado, y la ausencia de límites, por otro. Tenía ante mí, por primera vez en mi corta vida, la lucha eterna del hombre consigo mismo. Y entonces pensé en la URSS, en su magnitud, en su hundimiento.
       Pasó la señal del último kilómetro y giró su cabeza instintivamente hacia atrás, el primer gesto suyo que me pareció una muestra de debilidad (¿humanidad?): allí estaban sus perseguidores, a tres curvas, frescos y veloces, venían a por él.
         El teniente Piotr Ugrumov se lanzó a un último esprint que fue la angustia más pura, un kilómetro como una existencia completa, luego de zamparse más de doscientos, aquel kilómetro iba a decidirlo todo. Los del pelotón venían como flechas recién salidas de un arco. El teniente daba bandazos desesperados, su ritmo era grotesco, ridículo al contraste de la presteza de sus perseguidores. Faltaban setenta metros para la meta, la tenía delante, como un espejismo de cuadros negros y blancos, la puerta de la gloria, cincuenta metros para ganar la etapa reina del Tour, cuarenta, treinta, veinte, y a falta de unos diez le sobrepasaron como una exhalación varios de sus seguidores, ganándole la etapa.
        Así perdió Ugrumov aquella carrera, lo recuerdo perfectamente, en el último suspiro. Sucedió en una jornada estival de mi infancia democrática. Su hazaña fue estúpida y heroica, efímera. Una derrota impecable, fastuosa y brillante, perfectamente inútil.
       Y ahora que habito en otro siglo peinando canas pienso a menudo en los ojos del teniente, justo después de la debacle, cuando por fin se quitó las gafas para atender a los periodistas. Aquellos ojos estaban perdidos, la suya era una mirada vacía, con un vacío completo e integrador, que anulaba al futuro. Como si nada tuviera sentido, súbitamente. Como si los sueños hubieran caído en el absurdo más categórico.




"no hay corredores buenos ni malos, tan sólo diferentes metas"
Piotr Ugrumov (1961-)

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