El Médano para
los que no lo sepan es un pueblito costero del sur de Tenerife. Tiene poco más
de mil habitantes y una playa espectacular, una de las mejores de la isla, de
casi dos kilómetros de extensión. Arena oscura volcánica y tablas de windsurf
por todas partes (el viento en esa zona es proverbial y de hecho es uno de los
responsables de que las cremas solares turísticas y el ladrillo no hayan
conquistado aún plenamente ese enclave paradisíaco). Allí pasé una parte fundamental
de mi infancia. Y allí estuve la semana pasada. Era casi de noche, la marea
estaba baja y me lancé a correr la playa antes de darme el último baño del día.
Entonces lo vi, al fondo, cerca de las dunas: el búnker. El búnker, ni más ni
menos, construido para la defensa de la isla durante la Segunda Guerra Mundial.
Un bloque parecido a una caja de fósforos pero de piedra, con dos ventanitas
minúsculas, para otear el horizonte: allí me fumé mi primer cigarro, allí le di
el primer beso a una chica. Las dos cosas en el mismo sitio, en ese búnker,
madre de dios, qué infancia, y yo sin recordarlo. El búnker, guardián de mis
recuerdos hasta para mí, agazapado entre los confines, resistiendo al viento y a la burbuja inmobiliaria...
(perdón la nostalgia).
2 comentarios:
casi todos tenemos ese búnker, que no físico, sino mental, donde guardamos esos bonitos recuerdos de la infancia donde uno vive las cosas por primera vez. Esas emociones insuperables que luego de adultos intentamos sentir de nuevo aunque no lo consigamos.
cuánta razón!
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