
Conservo
pocos recuerdos de la caída de la URSS. Mi generación, la primera
nacida con la democracia española plenamente instaurada, creció
bajo contadas imágenes de aquel imperio desmesurado (esculturas
cayendo, celebraciones en un muro, tanques en la ciudad). Yo era
pequeño entonces y las nociones que era capaz de asimilar eran vagas
y ahora encima difuminadas con el tiempo, como puede suponerse. La
sensación que me queda, eso sí, es la de una profunda
contradicción: se trataba de una debacle, indudablemente, pero una
debacle instructiva. Había sido un experimento fallido, un
gigantesco error, y era lógico celebrar su final.
De
sólo unos años más tarde (aún siendo un niño imberbe) data el
recuerdo que me dispongo a abordar, el único verdaderamente
sustancial que tengo sobre la URSS. Una jornada plácida y veraniega,
mis padres dormitando la siesta con la tele encendida. El pelotón
avanzaba como una oruga de colores a través de la campiña francesa.
Tres puertos especiales de montaña, doscientos cincuenta kilómetros
de recorrido, la general a punto de ebullición. Coches, motos,
helicópteros, cámaras y una multitud expectante siguiendo cada
gesto de los ciclistas. Cientos de corredores de distintos países a
punto de lanzarse a una paliza descomunal: la etapa reina del Tour de
Francia.
El
último recuerdo de mi infancia, aquella etapa ciclista.
Los
atletas marchaban distraídos dándose palmadas, sonriendo a los
fotógrafos, haciéndose apuestas y bromas. La cámara le enfocó y
allí estaba él, Piotr Ugrumov, con el semblante concentrado en el
tubular de su bicicleta, con sus gafas oscuras, aerodinámicas, se
abría paso a través de un lateral, avanzando puestos, esquivando a
las motos, pegando el demarraje a la salida de una rotonda. Ugrumov
se escapaba solo y la etapa acababa de comenzar. Según los
comentaristas, se trataba de una auténtica locura.
Aprovecharon
para hablar de él, explicaron su historia.
Ugrumov era teniente de la extinta URSS y mantenía su hueco silencioso en el pelotón internacional con casi cuarenta años de edad. Pasados habían quedado ya sus mejores logros poniendo en apuros al mismísimo Indurain, así como sus gestas en el Giro, subiendo el Mortirolo, además de cierta crono que venciera en Milán. El teniente Piotr Ugrumov jamás había ganado una gran vuelta pero había protagonizado algunas páginas célebres del ciclismo reciente. Era un hombre respetado, por sus victorias y sus habilidades pero, sobre todo, por su fuerza austera y su carácter grave y honesto, marcial. Nacido en Letonia, había sido condecorado en su juventud como teniente de la URSS, siendo un profesional camuflado de amateur, producto del riguroso sistema socialista de promoción del deporte. Había sido miembro del ejército soviético, en definitiva, y le habían ascendido. Entrenado en la más alta exigencia, disciplina y sacrificio de una superpotencia desaparecida, ahora era una especie de dinosaurio, el producto de una época irreversiblemente sentenciada. En el momento de aquella escapada, aquella tarde calurosa de mi recuerdo, Ugrumov era tratado con el respeto que se trata a los tiempos obsoletos. Según los comentaristas, hacía unas cuantas temporadas que tenía que haberse retirado.
Ugrumov era teniente de la extinta URSS y mantenía su hueco silencioso en el pelotón internacional con casi cuarenta años de edad. Pasados habían quedado ya sus mejores logros poniendo en apuros al mismísimo Indurain, así como sus gestas en el Giro, subiendo el Mortirolo, además de cierta crono que venciera en Milán. El teniente Piotr Ugrumov jamás había ganado una gran vuelta pero había protagonizado algunas páginas célebres del ciclismo reciente. Era un hombre respetado, por sus victorias y sus habilidades pero, sobre todo, por su fuerza austera y su carácter grave y honesto, marcial. Nacido en Letonia, había sido condecorado en su juventud como teniente de la URSS, siendo un profesional camuflado de amateur, producto del riguroso sistema socialista de promoción del deporte. Había sido miembro del ejército soviético, en definitiva, y le habían ascendido. Entrenado en la más alta exigencia, disciplina y sacrificio de una superpotencia desaparecida, ahora era una especie de dinosaurio, el producto de una época irreversiblemente sentenciada. En el momento de aquella escapada, aquella tarde calurosa de mi recuerdo, Ugrumov era tratado con el respeto que se trata a los tiempos obsoletos. Según los comentaristas, hacía unas cuantas temporadas que tenía que haberse retirado.
Por
alguna razón, el teniente Piotr Ugrumov se propuso recorrer aquella
etapa en solitario.
Su
jefe de equipo iba tras él en el coche y lo vigilaba atentamente. Su
pedaleo era rotundo y la postura perfecta, su cuerpo no se movía ni
un milímetro, sus piernas describían poderosos círculos. Las gafas
oscuras apuntaban al horizonte. Los kilómetros iban pasando y
aquella aventura suicida auguraba un trágico final. Nadie sabía muy
bien qué pretendía, ni los comentaristas, ni los miembros del
pelotón, ni los propios miembros de su equipo (¿hacer de puente a
otra escapada?, ¿conseguir puntos para el maillot de la montaña?,
¿publicitarse, dar que hablar, ganarse otro contrato?). Si lo sabía
él mismo aún hoy es un misterio para mí.
Atrás,
el ritmo del pelotón era tranquilo, sosegado, nadie se atrevía a
acelerar para no agotar energías que harían falta en el futuro. Se
estudiaban unos a otros, se perfilaban estrategias, se planificaban
apoyos y escalas a rueda. Nadie tenía en cuenta para nada a Ugrumov,
todos daban por hecho que caería por su propio peso. En esos mismos
instantes, el teniente comenzaba a subir el primer puerto especial de
montaña. Lo subió casi entero de pie, con un vigor portentoso,
balanceando la bicicleta con todo su peso, dejando inmóvil la tija
de la dirección. Era bonito verle subir de aquella manera. Coronó
casi a la vez que el pelotón iniciaba la subida. Cuando volvieron a
dar referencias, el teniente Ugrumov les sacaba veinte minutos.
Nadie
daba crédito a la cifra, la repitieron varias veces hasta que por
fin corrió como la pólvora encendida entre corredores, jefes de
equipo y prensa. Veinte minutos era algo insólito, muchísimo. A la
indolencia del pelotón se había sumado la fuerza perdurable del
teniente letón. Y aún así, sus perseguidores seguían mostrándose
cautos, con un ritmo constante y dosificador, dándose relevos
especulativos. El esfuerzo de unos podía ayudar indirectamente a
otros, de modo que nadie quería empezar a tirar primero. Ugrumov,
por supuesto, seguía adelante haciendo su carrera como si fuera una
cronoescalada, a todo trapo subía el segundo puerto especial de
montaña sin dejarse un ápice para el porvenir, apenas sí escuchaba
las indicaciones de su equipo desde el coche que le animaban a ser
precavido y guardarse algo para el último puerto, que era el más
duro. Los comentaristas ya le notaban cansado y con menor cadencia y,
efectivamente, cuando dieron nuevas referencias la distancia con
respecto a sus perseguidores había empezado a menguar, quince
minutos. Coronó ese segundo puerto destrozado.
Durante
el descenso tomó algunos alimentos que le hicieron llegar desde el
coche de equipo. Le vi meterse un periódico bajo el maillot para
combatir el frío. Las cámaras buscaban sus ojos en vano, seguía
con las gafas oscuras bien ajustadas a las sienes. Las opiniones de
los comentaristas habían cambiado, seguían tildándolo de ingenuo
pero ahora con matiz admirativo, halagador, y conjeturaban cuándo se
le cazaría. Por primera vez escuché a uno de ellos decir, ¿Y si no
le cazan?
Y
mientras, el teniente Ugrumov seguía ahí, comiendo kilómetros en
solitario.
La
distancia había bajado a diez minutos, los líderes de equipo
movieron posiciones y ordenaron a sus gregarios tirar del pelotón.
Quedaban menos de treinta kilómetros para la meta y se jugaban el
Tour de Francia, era el momento de la verdad.
La
distancia se acortaba implacablemente, había empezado la caza, iban
a por él.
El
teniente Piotr Ugrumov, en la soledad de sus pedaladas sufrientes,
comenzó a escalar el último puerto con el rostro desfigurado por el
esfuerzo. Cada curva era un mundo, cada impulso una tortura. Desde el
público le tiraban agua y le gritaban ánimos. Ugrumov avanzaba con
una lentitud agónica, atravesando la marea de gente con sus banderas
que se abrían al paso de los cláxones de los coches de la
organización. Tenía la cara más parecida a la muerte que se pueda
concebir y los ojos escondidos en aquellas gafas estilizadas tan de
su época. En el asfalto pude leer escritos con tiza los nombres de
otros ilustres ciclistas, Hinault, Coppi, Anquetil, Mercx...
Entonces, recuerdo imaginar un cronómetro como una guadaña del
destino. Recuerdo imaginar, en aquella sobremesa de mi niñez, un
reloj midiendo la vida de aquel hombre, sus relaciones, su dinero, su
estatus, el valor de sí mismo, su valor como hombre. De aquel
ciclista que yo veía en la pantalla del televisor, a punto de
desfallecer, emanaba una paradoja esencial: lo inexorable, por un
lado, y la ausencia de límites, por otro. Tenía ante mí, por
primera vez en mi corta vida, la lucha eterna del hombre consigo
mismo. Y entonces pensé en la URSS, en su magnitud, en su
hundimiento.
Pasó
la señal del último kilómetro y giró su cabeza instintivamente
hacia atrás, el primer gesto suyo que me pareció una muestra de
debilidad (¿humanidad?): allí estaban sus perseguidores, a tres
curvas, frescos y veloces, venían a por él.
El
teniente Piotr Ugrumov se lanzó a un último esprint que fue la
angustia más pura, un kilómetro como una existencia completa, luego
de zamparse más de doscientos, aquel kilómetro iba a decidirlo
todo. Los del pelotón venían como flechas recién salidas de un
arco. El teniente daba bandazos desesperados, su ritmo era grotesco,
ridículo al contraste de la presteza de sus perseguidores. Faltaban
setenta metros para la meta, la tenía delante, como un espejismo de
cuadros negros y blancos, la puerta de la gloria, cincuenta metros
para ganar la etapa reina del Tour, cuarenta, treinta, veinte, y a
falta de unos diez le sobrepasaron como una exhalación varios de sus
seguidores, ganándole la etapa.
Así
perdió Ugrumov aquella carrera, lo recuerdo perfectamente, en el
último suspiro. Sucedió en una jornada estival de mi infancia
democrática. Su hazaña fue estúpida y heroica, efímera. Una
derrota impecable, fastuosa y brillante, perfectamente inútil.
Y
ahora que habito en otro siglo peinando canas pienso a menudo en los
ojos del teniente, justo después de la debacle, cuando por fin se
quitó las gafas para atender a los periodistas. Aquellos ojos
estaban perdidos, la suya era una mirada vacía, con un vacío
completo e integrador, que anulaba al futuro. Como si nada tuviera
sentido, súbitamente. Como si los sueños hubieran caído en el
absurdo más categórico.
"no
hay corredores buenos ni malos, tan sólo diferentes metas"
Piotr
Ugrumov (1961-)
No hay comentarios:
Publicar un comentario