Tengo un amigo que padece por ser tan buena gente, por dejarle cosas a los demás y repartir favores y tiempo sin pedir nada a cambio. Suena fantástico, y lo es, pero para los demás, no para él. Este amigo mío, como puede suponerse, acumula frustraciones y malestar, y arrastra sinsabores ignotos, porque casi nadie le escucha. Tanto es así que, al parecer, durante una época especialmente difícil, decidió ir a un psicólogo. Pero no a un psicólogo cualquiera, sino a un psicoanalista lacaniano.
Dos años estuvo yendo con un psicoanalista lacaniano.
Su técnica era simple: saludarle, preguntarle de qué querían hablar, y escucharle. Nada más. Escucharle sin interrumpir, sin emitir juicios ni comentarios de ningún tipo, ni un mínimo asentimiento, nada, mudo y quieto como una estátua. Tomando notas, eso sí. Y lo más peculiar de todo: dar por terminada la sesión cuando él consideraba oportuno. Es decir, escuchaba hasta cierto punto y, cuando le daba la gana, cortaba la sesión, la daba por finalizada (una sesión podía durar perfectamente dos o tres horas, pero también diez minutos, por qué no). Pues bien, de alguna manera, según mi amigo, esta terapia le ayudó bastante. Fue «productiva», se calmaron sus molestias, se esculpieron sus traumas, llegó a comprenderse mejor. Aquel psicoanalista lacaniano nunca le dijo nada que no fuera un saludo o una despedida, pero, según mi amigo, ésa fue la clave: ya desde el inicio no supo cómo despojarse de él. Estuvo dos años yendo a su consulta y hablando y hablando sin parar solo por una especie de obligación absurda, por no quedar mal, porque creía que tenía que hacerlo. Y porque no sabía cómo afrontar ese paso. Quería dejarlo, pero no podía hacerlo. Y ese era el reto, esa era la lección «productiva»: estaba en una trampa, una trampa como un espejo con el enigma de su patología, un conjuro que precisaba de cierto hechizo para deshacerse...
Por fin, una tarde se sentó en el diván, con indisimulada rabia, y le dijo, Tengo la sensación de que todos me toman el pelo... ¿qué opina usted? Y el psicoanalista lacaniano solo contestó, Aquí lo dejamos por hoy, y extendió la mano para cobrar sus cien euros. Fue la sesión determinante, la más corta, apenas un minuto, y la última.
Dos años estuvo yendo con un psicoanalista lacaniano.
Su técnica era simple: saludarle, preguntarle de qué querían hablar, y escucharle. Nada más. Escucharle sin interrumpir, sin emitir juicios ni comentarios de ningún tipo, ni un mínimo asentimiento, nada, mudo y quieto como una estátua. Tomando notas, eso sí. Y lo más peculiar de todo: dar por terminada la sesión cuando él consideraba oportuno. Es decir, escuchaba hasta cierto punto y, cuando le daba la gana, cortaba la sesión, la daba por finalizada (una sesión podía durar perfectamente dos o tres horas, pero también diez minutos, por qué no). Pues bien, de alguna manera, según mi amigo, esta terapia le ayudó bastante. Fue «productiva», se calmaron sus molestias, se esculpieron sus traumas, llegó a comprenderse mejor. Aquel psicoanalista lacaniano nunca le dijo nada que no fuera un saludo o una despedida, pero, según mi amigo, ésa fue la clave: ya desde el inicio no supo cómo despojarse de él. Estuvo dos años yendo a su consulta y hablando y hablando sin parar solo por una especie de obligación absurda, por no quedar mal, porque creía que tenía que hacerlo. Y porque no sabía cómo afrontar ese paso. Quería dejarlo, pero no podía hacerlo. Y ese era el reto, esa era la lección «productiva»: estaba en una trampa, una trampa como un espejo con el enigma de su patología, un conjuro que precisaba de cierto hechizo para deshacerse...
Por fin, una tarde se sentó en el diván, con indisimulada rabia, y le dijo, Tengo la sensación de que todos me toman el pelo... ¿qué opina usted? Y el psicoanalista lacaniano solo contestó, Aquí lo dejamos por hoy, y extendió la mano para cobrar sus cien euros. Fue la sesión determinante, la más corta, apenas un minuto, y la última.
1 comentario:
Absolutamente real. Así fue mi paso por el psicoanálisis, años ha. Lo peor fue sabe, con el tiempo, que mi analista estaba chiflado, aparte de enganchado a las drogas. Mi experiencia lacaniana: la aparición de nuevas e insolitas fobias y, eso sí, un poema "diwan" dedicado a ese guapísimo doctor...
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