Apenas salgo de la perplejidad que me supone tu marcha, José Carlos. Me llegaron mensajes informativos de varios compañeros de letras la misma mañana en que se dio a conocer la noticia, y en la celeridad de esos sms y whatsapps que luego fueron llamadas desconcertadas que corrieron como la pólvora entre poetas y escritores de nuestra isla me sobrevino el destello lírico de la pertenencia a esa hermandad caníbal sobre la que tanto nos habíamos explayado y a la que, de una forma u otra, me convidaste por el derecho del tiempo y de la desmesura vocacional gracias a tus consejos, a tu afecto y a tu generosidad.
Conservo la brújula de las lecturas que me enseñaste, tu Rilke, tu Lowry, tu misma obra, y la ternura fraternal con la que trataste mis primeros pinitos literarios. Admiré con fervor tu figura estilosa de corazón de guanche desterrado, alma judía y lengua de Rimbaud. La admiré con devoción en aquellos primeros años de nuestra amistad, en los que fuiste una especie de maestro trascendental, de anhelado espejo del futuro, y luego, con el paso de los años, de los libros y de los sinsabores del arte más difícil de todos, el arte de vivir, añadí cualidades aún más importantes a esa admiración iniciática: atisbé la fuente de esa luz tuya de exterminador de la luz, tu inmensa humanidad.
Tu marcha repentina es un arcano indescifrable, José Carlos.
Te llevo conmigo,
a ti y a tus palabras,
«...Qué grande la isla que parece haber existido sólo en sueños...»
Los que cruzan el mar
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