jueves, 15 de agosto de 2019

JOSÉ CARLOS CATAÑO

Apenas salgo de la perplejidad que me supone tu marcha, José Carlos. Me llegaron mensajes informativos de varios compañeros de letras la misma mañana en que se dio a conocer la noticia, y en la celeridad de esos sms y whatsapps que luego fueron llamadas desconcertadas que corrieron como la pólvora entre poetas y escritores de nuestra isla me sobrevino el destello lírico de la pertenencia a esa hermandad caníbal sobre la que tanto nos habíamos explayado y a la que, de una forma u otra, me convidaste por el derecho del tiempo y de la desmesura vocacional gracias a tus consejos, a tu afecto y a tu generosidad.

Conservo la brújula de las lecturas que me enseñaste, tu Rilke, tu Lowry, tu misma obra, y la ternura fraternal con la que trataste mis primeros pinitos literarios. Admiré con fervor tu figura estilosa de corazón de guanche desterrado, alma judía y lengua de Rimbaud. La admiré con devoción en aquellos primeros años de nuestra amistad, en los que fuiste una especie de maestro trascendental, de anhelado espejo del futuro, y luego, con el paso de los años, de los libros y de los sinsabores del arte más difícil de todos, el arte de vivir, añadí cualidades aún más importantes a esa admiración iniciática: atisbé la fuente de esa luz tuya de exterminador de la luz, tu inmensa humanidad.

Tu marcha repentina es un arcano indescifrable, José Carlos.

Te llevo conmigo,
a ti y a tus palabras,


«...Qué grande la isla que parece haber existido sólo en sueños...»

Los que cruzan el mar

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