
Se llamaba Ángel García pero fue más conocido como Cabeza de Perro. Tenía la cabeza llena de “protuberancias”, al parecer. Así le describen los historiadores, con “protuberancias”, y cada cual que piense lo que quiera. Dicen también que tenía poco cuello, que era bajito y feo. Que tenía un físico horrible, vamos. Que sus valores fueron otros.
Nació en Igueste, un pueblito de la costa sur de Anaga, Tenerife. Hablamos del siglo XVIII. Canarias era escala obligada para América entonces. Nos ahorramos lo prescindible: nuestro hombre se hizo pirata. Uno de los piratas más temidos del Caribe.
Asaltaba barcos, los saqueaba, los hundía y mataba a toda la tripulación, para no dejar testigos (incluyendo mujeres y niños). Tan simple como eso: robar y destruir las pruebas. Ese era su método, eso era lo que hacía. Ni más ni menos. Y así se hizo rico. Muy rico, al parecer. Tuvo un palacio en Cuba y otro en Puerto Rico. Comió manjares, frecuentó mulatas y llegó a tener una flota de seis barcos. Se pegó la gran vida, para entendernos. Y se la pegó bastante tiempo. Hasta los sesenta años o así. Siempre en el Caribe. Nunca en las Canarias. Quizá por nostalgia o patriotismo, quizá por razones más prácticas (habrían menos cosas que robar allí o preferiría mantener su anonimato). Sea por lo que sea, nunca hizo nada malo en Canarias. De hecho, pasó la mayor parte de su vida fuera. La mejor parte de su vida, tal vez. Hasta que decidió volver.
No todos los regresos son como el de Ulises.
Llegó de incógnito a Tenerife una mañana soleada. Había vendido todo lo conquistado en el Caribe, se disponía a disfrutar de la vejez en Igueste, cultivando la tierra, mirando al mar. Se bajó del barco y toda la gente en el muelle se le quedó mirando. Llevaba ropas coloridas y extravagantes de pirata, su cabeza tenía “protuberancias” y, además, portaba una cotorra al hombro: no pasaba desapercibido. Unos niños mendigos se pusieron a tirarle piedras. ¿Por qué le tiraron piedras? Por excéntrico, por raro (los historiadores no entran mucho en esto, cada cual que piense lo que quiera). El pirata se defendió como pudo hasta que alguien lo reconoció y dio el chivatazo: era el famoso Cabeza de Perro.
Tanto tiempo fuera le había hecho olvidar su isla.
En la cárcel se dedicó a hacer maquetas sin querer hablar con nadie.
Lo sentenciaron a pena de muerte por piratería. Le ofrecieron un último deseo. Pidió un habano, se lo fumó, se cagó en los presentes, sonrió y lo fusilaron.
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