miércoles, 18 de mayo de 2022

HOMENAJE A JOSÉ CARLOS CATAÑO

(texto para la mesa redonda "Identidad y Estrangeridad", El cónsul del Mar del Norte, Homenaje a José Carlos Cataño, ACEC y Fundació Joan Brossa)

Shalom, bona tarda, buenas tardes a todos/as,

Redacto estas líneas para el homenaje a mi buen amigo José Carlos Cataño aún en la perplejidad de su marcha, aunque hayan transcurridos tres años. Empiezo por el final, si es que eso del final existe, porque aún sigo sin aceptar ese arcano indescifrable de su despedida repentina. Continúo como a la espera de volver a quedar con él y ajustar todo lo que está ocurriendo con él mismo... Pero bueno, tampoco me voy a extender mucho más en esta línea, tan solo quería contextualizar un poco mi punto de vista hoy, aquí, cuando escribo estas líneas y cuando las leo, un punto de vista emocional, y emocionado.

Pero volvamos a eso que llaman el principio.

La primera vez que conocí José Carlos fue en la plaza de Lesseps (él estaba ahí puntual, con su reloj de bolsillo, y cargando innumerables periódicos del día y dos o tres libros de los Encantes). Me había dado su contacto un amigo común escritor, de Tenerife, dándome todas las mejores referencias literarias de un autor consagrado como él. Yo tenía apenas 19 añitos. Él estaba terminando Los que cruzan el mar. En fin, aquello fue un poco amor a primera vista, al menos por mi parte, aquella estampa suya impecable de diplomático, aquella estela mística que le perseguía como una sombra… pero sobre todo aquella sencillez y aquel afecto tan reconocible por mí en un lugar tan lejano para nosotros de la isla que nos había visto nacer… Porque José Carlos, en definitiva, y bajo todo el porte de “poeta disfrazado de hombre”, como alguien le llamó alguna vez, era una persona profundamente sensible y amorosa con la gente que apreciaba. Y yo creo que tuve la fortuna de estar entre ellos.

Fueron casi veinte años de amistad ininterrumpida.

Conmigo fue generosísimo, extraordinariamente afectuoso y empático, una especie de maestro o de padre putativo. Nuestra diferencia de edad forjó un tipo de amistad muy particular. Me ayudó en lo personal, escuchándome sin juzgar, tan solo estando ahí, acompañándome en los vericuetos sentimentales y vocacionales de mi paso a la adultez, y a nivel literario, también, a través de lecturas, de guías, de pequeños consejos (muy pequeños, porque, insisto, no le gustaba nada adoctrinar, era más bien por modelaje que iba yo tomando notas), fue extremadamente benévolo con mis primeros pinitos literarios, rescatando lo positivo para animarme a seguir… Y el caso es que en la práctica las fronteras entre una cosa y la otra, o sea entre lo vital y lo literario, eran casi inexistentes. Era todo muy “escrivivido”.

Admiré profundamente su figura de guanche desterrado, alma judía y lengua de Rimbaud, fue como un padre para mí en Barcelona.

Y también una especie de anhelado espejo de futuro.

No tengo más que amor y devoción para él.

Pero volvamos, una vez más, a ceñirnos a la dimensión que me coloca hoy en este lugar, que no es otra que la identidad isleña, o canaria, si se quiere, a propósito de la “Identidad y Estrangeridad” que reza el título de esta mesa redonda.

Y me gustaría citar un pasaje de su obra, para empezar:

La noticia de tercera en un diario de la Península, aquí ocupa la primera plana del periódico, y viceversa. Las mil y una cretineces insulares, la demencial inquina entre las Islas, propician la apariencia de remanso, pero de pronto, sin lógica ninguna, vierte el vómito el descerebrado de turno. Éste es el tipo de prensa que alimenta las “opiniones” de los de aquí, en un reino de mentalidad frailesca que se revela incluso en los partidarios del laicismo y del progreso. Observen sus gestos ufanos, sus retacas manecillas, sus pechos henchidos. Observen sus vestidos, las damas de mirar severo, las estúpidas osamentas. Y las comparsas de militares, médicos, abogados... ¡Cómo no va a ser ésta la tierra prometida de los surrealistas!

(Los que cruzan el mar).

 

Bueno, pues ese es el mundillo del que vinimos José Carlos y yo. Vinimos de él pero lo trajimos con nosotros, evidentemente. De hecho, su mundillo se llevaba casi tres décadas con el mío, y diferían además en unos siete kilómetros, que son los que separan a Santa Cruz de Laguna, pero bueno, esas diferencias, que en aquellos lares son antagonismos shakesperianos, a nosotros nos sazonaba el conjunto y nos daba para mil y una bromas y complicidades. O sea, que veníamos del mismo mundillo, en definitiva. Y lo compartimos aquí, entre nosotros. Lo tratamos incesantemente, unas veces con severidad despechada, como en este fragmento que les leí antes, otras veces con una nostalgia desmedida y absolutamente irracional, como a veces también pertoca, y la mayoría de las veces como el lado hundido del iceberg, como refiriéndonos a un fantasma común: porque eso fue lo que compartimos José Carlos y yo al respecto, fantasmas.

Otra cita más suya, como un aforismo condensatorio:

Mi madre, queriendo desvanecer mis ilusiones, frente a la dulcería La Princesa, en la calle de la Carrera: “Los artistas nunca están satisfechos”.

 (Los que cruzan el mar).

 

En fin. Pasábamos horas hablando de personas de allá, poetas, escritores, ensayistas, editores, artistas, borrachos, políticos, y todos ellos imbuidos en una misma trama común, una especie de hermandad literaria isleña (hermandad caníbal, por supuesto) con algunos miembros bajo la etiqueta del exilio (entre los cuales nos encontrábamos él y yo), sospechosos de expulsión, por así decirlo, malditos, en cierta manera, lo cual no dejaba de tener su encanto, y en el seno de esa hermandad, como decía, las mil y una disputas y tramas enlazadas en forma de antologías, favores o descréditos editoriales, invitaciones o vetos a Congresos o Lecturas, espectáculos etílicos más o menos poéticos o patéticos, afinidades de estilo, evaluaciones sintéticas y grandilocuentes o despechadas de las obras de los demás: fantasmas comunes, insisto, una suerte de hermandad isleño poética de la que José Carlos de alguna manera me ungió como miembro en aquellos años (bajo la autoridad del derecho del tiempo y la desmesura vocacional suya, como miembro de honor), y me gusta pensar que aún pertenecemos a ella.

Dicho esto, evidentemente, no nos referíamos solo a personas reales cuando evocábamos aquel universo conjunto, también hablábamos de personajes históricos, leyendas guanches, curiosidades identitarias, complejos atávicos, muchos complejos atávicos de la canariedad que anidaban también en nosotros, palabras y dejes de allí, filología canaria, si se quiere, genero al borde mismo del sentido… y todo este batiburrillo confrontado al entorno que nos envolvía, éste, Cataluña, con sus visicitudes también históricas, lingüísticas, políticas, etc.

José Carlos y yo compartimos una misma distancia desde la que ver una cierta realidad.

Decía Yeats que él no era nacionalista sino en Irlanda, y por motivos superficiales. Para que se me entienda sobre el asunto, diré que las palabras de Yeats en mí deberían leerse al contrario.

(Los que cruzan el mar).

 

En esas coordenadas nos movimos.

Y todo esto, que no pasan de ser unas apreciaciones de corte personal, emocional, como ya dije, podría extenderse con más rigor a su obra. No ha habido ningún crítico ni ningún lector que no se haya acercado a la obra de José Carlos y no haya constatado la presencia de ese influjo que él sabía rescatar y matizar con el brillo inigualable de su talento. Revestida de mil y una formas, sublimada en otras islas más o menos lejanas y exóticas, obviada, explicitada, enterrada, redimida, en fin, la isla, nuestra isla, siempre estuvo ahí, como un cuño incandescente.

Dicho todo esto, hay que decir también: yo a veces le noté hastiado del tema o simplemente más interesado en otros. Sobre todo en los últimos años, como si hubiera ya zanjado todo lo que tenía que zanjar. Otra cita:

La patria no se encuentra en la infancia. La patria no se encuentra en el lenguaje. La patria no se encuentra en los libros que uno ha ido reconquistando. La patria no se encuentra. Está bien que nunca se encuentre la patria.

(La próxima vez)

 

La última vez que nos vimos, que como digo, por algún grotesco mecanismo de defensa mío no acabo de comprender que sea la última, nos vimos en el Turó Park, y le llevé a mi primer hijo, recién nacido, para que lo conociera. Aday, de nombre guanche, catalán y judío. José Carlos y yo suspiramos felices aquel día, fascinados ante la inspiración del destino. Y hablamos de lo isleño, para variar, como una magia virtuosa o una condena aciaga o todo junto pero que se cortaba ya, en cualquier caso, apreciamos que se extinguía en ese eslabón que éramos nosotros, que aparentemente no iba a continuar a través nuestra o al menos que no lo iría a hacer con tanta visceralidad… entre el alivio y la morriña. Y recuerdo que él me dijo que estaba en paz.

Que si fuera por él lo vendería todo ese mismo día y se iría a vivir a la Punta de Hidalgo… pero que no lo iba a hacer.

Y que era mejor así.

Que estaba bien todo como estaba.

Así que nada, seguimos su trazo, como siempre,

Qué grande la Isla que parece haber existido sólo en sueños...

(Los que cruzan el mar).

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