Shalom, bona tarda, buenas tardes a todos/as,
Redacto estas líneas para el homenaje a mi buen amigo
José Carlos Cataño aún en la perplejidad de su marcha, aunque hayan
transcurridos tres años. Empiezo por el final, si es que eso del final existe,
porque aún sigo sin aceptar ese arcano indescifrable de su despedida repentina.
Continúo como a la espera de volver a quedar con él y ajustar todo lo que está
ocurriendo con él mismo... Pero bueno, tampoco me voy a extender mucho más en
esta línea, tan solo quería contextualizar un poco mi punto de vista hoy, aquí,
cuando escribo estas líneas y cuando las leo, un punto de vista emocional, y
emocionado.
Pero volvamos a eso que llaman el principio.
La primera vez que conocí José Carlos fue en la plaza
de Lesseps (él estaba ahí puntual, con su reloj de bolsillo, y cargando
innumerables periódicos del día y dos o tres libros de los Encantes). Me había
dado su contacto un amigo común escritor, de Tenerife, dándome todas las
mejores referencias literarias de un autor consagrado como él. Yo tenía
apenas 19 añitos. Él estaba terminando Los que cruzan el mar. En fin,
aquello fue un poco amor a primera vista, al menos por mi parte, aquella
estampa suya impecable de diplomático, aquella estela mística que le perseguía
como una sombra… pero sobre todo aquella sencillez y aquel afecto tan
reconocible por mí en un lugar tan lejano para nosotros de la isla que nos
había visto nacer… Porque José Carlos, en definitiva, y bajo todo el porte de
“poeta disfrazado de hombre”, como alguien le llamó alguna vez, era una persona
profundamente sensible y amorosa con la gente que apreciaba. Y yo creo que tuve
la fortuna de estar entre ellos.
Fueron casi veinte años de amistad ininterrumpida.
Conmigo fue generosísimo, extraordinariamente
afectuoso y empático, una especie de maestro o de padre putativo. Nuestra
diferencia de edad forjó un tipo de amistad muy particular. Me
ayudó en lo personal, escuchándome sin juzgar, tan solo estando ahí,
acompañándome en los vericuetos sentimentales y vocacionales de mi paso a la
adultez, y a nivel literario, también, a través de lecturas, de guías, de
pequeños consejos (muy pequeños, porque, insisto, no le gustaba nada
adoctrinar, era más bien por modelaje que iba yo tomando notas), fue
extremadamente benévolo con mis primeros pinitos literarios, rescatando lo
positivo para animarme a seguir… Y el caso es que en la práctica las fronteras
entre una cosa y la otra, o sea entre lo vital y lo literario, eran casi inexistentes. Era todo muy “escrivivido”.
Admiré profundamente su figura de guanche
desterrado, alma judía y lengua de Rimbaud, fue como un padre para mí en
Barcelona.
Y también una especie de anhelado espejo de futuro.
No tengo más que amor y devoción para él.
Pero volvamos, una vez más, a ceñirnos a la dimensión
que me coloca hoy en este lugar, que no es otra que la identidad isleña, o
canaria, si se quiere, a propósito de la “Identidad y Estrangeridad” que reza
el título de esta mesa redonda.
Y me gustaría citar un pasaje de su obra, para
empezar:
La
noticia de tercera en un diario de la Península, aquí ocupa la primera plana
del periódico, y viceversa. Las mil y una cretineces insulares, la demencial
inquina entre las Islas, propician la apariencia de remanso, pero de pronto,
sin lógica ninguna, vierte el vómito el descerebrado de turno. Éste es el tipo
de prensa que alimenta las “opiniones” de los de aquí, en un reino de
mentalidad frailesca que se revela incluso en los partidarios del laicismo y
del progreso. Observen sus gestos ufanos, sus retacas manecillas, sus pechos
henchidos. Observen sus vestidos, las damas de mirar severo, las estúpidas
osamentas. Y las comparsas de militares, médicos, abogados... ¡Cómo no va a ser
ésta la tierra prometida de los surrealistas!
(Los que cruzan el mar).
Bueno, pues ese es el mundillo del que vinimos José Carlos y yo. Vinimos de él pero lo trajimos con nosotros, evidentemente. De
hecho, su mundillo se llevaba casi tres décadas con el mío, y diferían además
en unos siete kilómetros, que son los que separan a Santa Cruz de Laguna, pero
bueno, esas diferencias, que en aquellos lares son antagonismos shakesperianos,
a nosotros nos sazonaba el conjunto y nos daba para mil y una bromas y complicidades.
O sea, que veníamos del mismo mundillo, en definitiva. Y lo compartimos aquí,
entre nosotros. Lo tratamos incesantemente, unas veces con severidad
despechada, como en este fragmento que les leí antes, otras veces con una
nostalgia desmedida y absolutamente irracional, como a veces también pertoca, y
la mayoría de las veces como el lado hundido del iceberg, como refiriéndonos a un
fantasma común: porque eso fue lo que compartimos José Carlos y yo al respecto,
fantasmas.
Otra cita más suya, como un aforismo condensatorio:
Mi
madre, queriendo desvanecer mis ilusiones, frente a la dulcería La Princesa, en
la calle de la Carrera: “Los artistas nunca están satisfechos”.
(Los que cruzan el mar).
En fin. Pasábamos horas hablando de personas de allá,
poetas, escritores, ensayistas, editores, artistas, borrachos, políticos, y
todos ellos imbuidos en una misma trama común, una especie de hermandad
literaria isleña (hermandad caníbal, por supuesto) con algunos miembros bajo la
etiqueta del exilio (entre los cuales nos encontrábamos él y yo), sospechosos
de expulsión, por así decirlo, malditos, en cierta manera, lo cual no dejaba de
tener su encanto, y en el seno de esa hermandad, como decía, las mil y una
disputas y tramas enlazadas en forma de antologías, favores o descréditos
editoriales, invitaciones o vetos a Congresos o Lecturas, espectáculos etílicos
más o menos poéticos o patéticos, afinidades de estilo, evaluaciones sintéticas
y grandilocuentes o despechadas de las obras de los demás: fantasmas comunes,
insisto, una suerte de hermandad isleño poética de la que José Carlos de alguna
manera me ungió como miembro en aquellos años (bajo la autoridad del derecho
del tiempo y la desmesura vocacional suya, como miembro de honor), y me gusta
pensar que aún pertenecemos a ella.
Dicho esto, evidentemente, no nos referíamos solo a
personas reales cuando evocábamos aquel universo conjunto, también hablábamos
de personajes históricos, leyendas guanches, curiosidades identitarias,
complejos atávicos, muchos complejos atávicos de la canariedad que anidaban
también en nosotros, palabras y dejes de allí, filología canaria, si se
quiere, genero al borde mismo del sentido… y todo este batiburrillo confrontado
al entorno que nos envolvía, éste, Cataluña, con sus visicitudes también
históricas, lingüísticas, políticas, etc.
José Carlos y yo compartimos una misma distancia desde
la que ver una cierta realidad.
Decía
Yeats que él no era nacionalista sino en Irlanda, y por motivos superficiales.
Para que se me entienda sobre el asunto, diré que las palabras de Yeats en mí
deberían leerse al contrario.
(Los que
cruzan el mar).
En esas coordenadas nos movimos.
Y todo esto, que no pasan de ser unas apreciaciones de
corte personal, emocional, como ya dije, podría extenderse con más rigor a su
obra. No ha habido ningún crítico ni ningún lector que no se haya acercado a la
obra de José Carlos y no haya constatado la presencia de ese influjo que él
sabía rescatar y matizar con el brillo inigualable de su talento. Revestida de
mil y una formas, sublimada en otras islas más o menos lejanas y exóticas,
obviada, explicitada, enterrada, redimida, en fin, la isla, nuestra isla,
siempre estuvo ahí, como un cuño incandescente.
Dicho todo esto, hay que decir también: yo a veces le
noté hastiado del tema o simplemente más interesado en otros. Sobre todo en los
últimos años, como si hubiera ya zanjado todo lo que tenía que zanjar. Otra
cita:
La
patria no se encuentra en la infancia. La patria no se encuentra en el
lenguaje. La patria no se encuentra en los libros que uno ha ido reconquistando.
La patria no se encuentra. Está bien que nunca se encuentre la patria.
(La
próxima vez)
La última vez que nos vimos, que como digo, por algún
grotesco mecanismo de defensa mío no acabo de comprender que sea la última, nos
vimos en el Turó Park, y le llevé a mi primer hijo, recién nacido, para que lo
conociera. Aday, de nombre guanche, catalán y judío. José Carlos y yo
suspiramos felices aquel día, fascinados ante la inspiración del destino. Y
hablamos de lo isleño, para variar, como una magia virtuosa o una condena
aciaga o todo junto pero que se cortaba ya, en cualquier caso, apreciamos que
se extinguía en ese eslabón que éramos nosotros, que aparentemente no iba a
continuar a través nuestra o al menos que no lo iría a hacer con tanta
visceralidad… entre el alivio y la morriña. Y recuerdo que él me dijo que
estaba en paz.
Que si fuera por él lo vendería todo ese mismo día y
se iría a vivir a la Punta de Hidalgo… pero que no lo iba a hacer.
Y que era mejor así.
Que estaba bien todo como estaba.
Así que nada, seguimos su trazo, como siempre,
Qué
grande la Isla que parece haber existido sólo en sueños...
(Los que cruzan el mar).
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