miércoles, 16 de junio de 2010

Libreta de viaje II



Hace tres días, cerca del Ghat, se me acercó una niña vendiendo pegatinas. Era la niña más bonita del mundo y tenía dos ojos como dos planetas. Me vendió una pegatina, pero me podía haber vendido lo que quisiera. Era más lista que los bares. Me llevó al monasterio budista de Sarnita, a diez kilómetros de Venarés. Allí no paró de pedirme que le sacara fotos. Con una flor, sola, conmigo, con un bicho, con coleta, sin coleta, de un lado y del otro, y luego siempre a verla por la pantallita. Intenté sacarle una foto al monasterio y me recriminó que se me iba a gastar la batería sacando fotos tontas. Hablaba inglés perfecto, hindi y algunas palabrotas en español. Era de una casta baja y no iba a la escuela. Viéndome tan condescendiente y siendo, como digo, más lista que los callejones, se nombró ella solita mi guía oficial en Venarés. Me ha buscado en el Ghat al día siguiente y me ha llevado al otro lado del río, a la Residencia del maharajá. Después, como no, me ha llevado a la tienda de su tío, a pasar por caja. Su tío me ha ofrecido telas de seda. Le he rogado que no se lo tomara a mal pero, con todos mis respetos, prefería llevarme a su sobrina la de los ojos como planetas para comprarle algo directamente a ella. El tío ha sugerido que le dejara el dinero a su mujer, que ella se lo compraría. Me ha costado convencerle, pero al final lo he conseguido. Y he pasado la tarde de compras con la niña más bonita del mundo. Y la más lista. Ha logrado un vestido de quinientas rupias a doscientas (le puse un límite de gasto). Tres interminables horas de un lado para el otro, regateando con los dependientes, recelosos de ella por su casta. Tan sólo por mi presencia, que huele a euro, se han dignado a atenderla. Y sus caras despectivas contrastaban con la gloria de la niña. Uno de los dependientes le ha hecho una rebaja considerable, Por caridad hacia su casta, ha dicho. Ella se ha probado los zapatos y ha negado muy digna. Hemos comprado otros mejores en la tienda de al lado. Le he comprado también un bolígrafo y una libreta, para lavarme la conciencia. Me ha dado las gracias, me ha regalado una sonrisa con sus dos planetas y se ha marchado tan feliz a un mundo tan amargo.


En el Ganges se hace de todo, higiene, acto social, trabajo, religión, se duchan ellos y sus animales, queman a sus muertos, venden, hablan, rezan, etcétera. Un río para todo. He alquilado una barca para pasear. Cuando ya estaba lejos de la orilla he sentido algo duro que chocaba con mi remo. Una roca, un trozo de madera quizás. Pues no. El brazo de un muerto, flotando victorioso… A veces no se acaban de quemar, me han explicado luego.


Perros hambrientos que lanzan bocados al aire intentando cazar moscas.




EL TEMPLO DE LAS RATAS. Situado en una pequeña ciudad del Rajastán llamada Deskhor, igual que el Templo de los monos está lleno de monos, el Templo de las ratas está lleno de ratas. Muy fácil de entender. Un templo y millones de ratas “sagradas” correteando por allí tan panchas. Ratas “sagradas” (físicamente igualitas a las profanas) del tamaño de un antebrazo. Dicen que las blancas dan suerte, y los lugareños se sienten afortunados si les corretean por encima de los pies. Me descalzo y entro. Están por todas partes. Me sube a la boca una risa brusca con pánico. Ya me puedo ir, recapacito, y me voy.




NEGOCIOS IMPOSIBLES (2parte). Uno que vende dentaduras postizas de segunda mano en plena calle.



En el desayuno comunitario del hostal me entero de la gran noticia: los monos han robado la ropa tendida. Anoche, según parece, un huésped del Hostal, en calzoncillos y somnoliento, pues pasaba por allí tan sólo para ir al baño, los encontró en pleno delito. El mono le miró ofendido, se le acercó y le dio una bofetada. ¿Una bofetada?, ¿a slap?, pregunto con sorpresa. Si sí, no una piña o una colleja, una bofetada, explica el agredido. Me dio una sonora bofetada con la palma de la mano, y salió disparado con sus compinches y el botín de ropas tendidas en el tendedero.


Guagua destartalada por una carretera de doble sentido, sin asfalto ni señalizaciones. La ley del más chulo: marica el que frene. Silban los camiones rozando a toda velocidad nuestra guagua contra dirección. La muerte bailando charlestón en una rifa. Y se hace de noche. En la oscuridad se distinguen los faros que pasan a milímetros de mi ventana, haciéndola temblar, como estrellas fugaces con bocina. Tanta tensión que me duermo ahí, en el filo de un cuchillo, apoyado en la ventana, soñando toneladas, choques y pitas.
Llegamos al paso fronterizo de madrugada y aquello no pinta nada bien. No se ve ni un cartel con luz ni nada que inspire el más mínimo sentimiento de confianza. Se ven, eso sí, muchas sombras al acecho. Opto por pedirle al chofer que me deje dormir allí, en su guagua, sólo hasta que amanezca. Accede y entiendo por sus hábitos que para él aquello no es nada nuevo. Se estira en el asiento de atrás, me da las buenas noches y a roncar.
Despierto con el sol y cruzo la frontera.


NEGOCIOS IMPOSIBLES (3parte). Uno que vende relojes sumergibles y, para demostrarlo, expone los relojes en una palangana con agua.


Mi barba está pletórica y mi bigote revolucionario. El espejo me devuelve a un hombre enjuto y cansado. Repaso mentalmente mi dieta: arroz, millos, mangos. Litros de agua fría.


Meditar. Reparar en el funcionamiento conocido de las cosas. Atender a lo que ya damos por sentado. Simplemente concentrarse. En la práctica: el piiiiiiin de un golpe seco extinguiéndose. Seguir el rastro de ese ruido…
El voto de silencio. Hace diez días que llegué al Centro de Meditación Budista de Pokhara. Para el curso de meditación que imparten, resulta estrictamente necesario el voto de silencio. El voto de silencio es no hablar, ni escuchar, ni escribir, ni leer durante nueve días. Así de simple. Así de duro. Nueve días con uno mismo y nada más.
El s-i-l-e-n-c-i-o. Interminables horas huecas frente a la ventana lluviosa, mirando dibujos del Budha y un retrato del Dalai Lama, pensando qué carajo hago yo aquí mientras las chicas en bikini corretean por Taganana y Bogatell. ¿Para qué haces esto?, me pregunto, una y otra vez. La tercera noche me sorprendo hablándome a mí mismo entre sueños. A partir de la cuarta noche pienso, Ya por orgullo voy a terminarlo, así que será mejor tomárselo de otro modo. Sólo desde el quinto día empiezo a sonreír y a recordar el camino que me llevó hasta aquí. El séptimo ya era mi mejor colega. El octavo tuve una bronca, conmigo mismo, claro, pero no somos rencorosos. El noveno se ha acabado todo y sigo sin encontrarle una respuesta a mi pregunta inicial. Al menos he hecho amigos.

Un final que no se acaba. Un siempre fin, un epílogo interminable.

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